Volverán

Como todos los años, en estos primeros días de tibieza en los que empieza a retirarse el frío y ya es necesario salir de casa sin abrigo y casi en mangas de camisa, al salir de casa por la mañana temprano o al atardecer, se me escapa la mirada hacia el cielo con ilusión, buscándolas. Siento que en cualquier momento las oiré chillar y al mirar hacia arriba las veré, jugando a pillarse las unas a las otras y las otras a las unas. Las veré, siempre de negro, como sombras borrosas en el cielo del atardecer, jugando a ver cuál es la más osada antes de levantar el vuelo sin estrellarse con las paredes de las casas. Y las veré, cansadas por fin después de tanto juego, entrar en sus nidos colgados de cornisas o balcones.

Desde muy pequeño las he adorado. Cada vez que las oigo y las veo siento una sensación de paz increíble. Uno de los primeros recuerdos de mi niñez está asociado a ellas, a un atardecer de verano, echado en una tumbona en la terraza de mi casa, con el único sonido de fondo de sus chillidos sobre mi cabeza. Mucho más tarde, cuando estaba estudiando en Málaga, vivía en un edificio algo más elevado que el resto de la calle, así que se las podía ver volando al mismo nivel que mi balcón. Podía estar horas asomado, viéndolas jugar y chillar, viendo cómo hacían quiebros en el aire, quizás para despistar a sus perseguidores, quizás para deleitar a sus espectadores.

No sé si oí una vez que vuelven siempre al mismo nido, año tras año, o simplemente me lo inventé porque me gustaba la idea, pero me encantaría que este año anidasen en las cornisas de mi piso, para verlas volar todos los años cuando venga la primavera.

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