El keñol kikaldo

Esta noche he estado cenando y tomando unas copas con unos amigos de Córdoba, que han pasado el finde aquí, aprovechando que le han dejado el chiquillo a los abuelos. Al volver, como era tarde y el metro ya estaba cerrado, he tenido que coger el búho, el autobús nocturno. Según íbamos pasando por las paradas, iba apareciendo el nombre de cada una en un display, y cuando apareció el nombre de una calle, "R. Ortiz", me vino súbitamente a la memoria el keñol kikaldo.

El señor Ricardo, o como aparecía en su DNI, Ricardo Ortiz Castillo, fue el portero del edificio en el que vive mi madre, y en el cual me crié y viví durante casi 18 años. Supongo que ya era portero cuando nos mudamos o poco después, puesto que desde los 2 años, edad con la que me mudé al piso, hasta más o menos el instituto, allá por los 14 años, lo recuerdo tras el mostrador de la portería. Ricardo era de esas personas que siempre han estado en la memoria, como los padres o los abuelos. Los amigos, compañeros de estudios, o de trabajo, tienen un inicio, un momento en que aparecen. Pero Ricardo siempre ha estado ahí, agazapado en la memoria desde siempre, y saliendo de vez en cuando en cuanto menos te lo esperas, como hoy.

Ricardo era lo que vulgarmente se ha dado en llamar un manitas, una persona que sabe hacer de todo y a la que no le asusta intentar nada. En cuanto acababa el colegio, me iba a la portería a hacerle compañía, y veía cómo arreglaba cualquier cosa, desde aparatos eléctricos, fontanería, albañilería, carpintería... Como era un buenazo, hasta un día le dieron una figurita de porcelana que se le había caido a uno de los vecinos para que lo arreglara. Se pasó días pegando las piececitas con pegamento, pintando los desconchones que quedaban y barnizándolos después. Un manitas, lo que yo os diga.

Me tiraba las horas muertas con él, aprendiendo, hablando, contándole cosas, oyéndole contarlas a él, acompañándole a recoger la basura a diario al final de la jornada, empaquetando los periódicos que tiraba la gente para venderlos después, organizando las cartas que traía el cartero y echándolas a los buzones, barriendo y fregando las escaleras los sábados por la mañana, encendiendo la caldera de gasóleo en invierno (qué maravillosa visión para un chaval de 7 u 8 años, aquella intrigante mole llena de ruedas, válvulas y tuberias)... Es curioso, pero ahora que lo pienso, creo que fue más amigo mío que mis compañeros de colegio de aquel entonces. Ahora me pregunto si mi curiosidad por investigar las cosas fue el resultado de estar siempre con él, o, si por el contrario, me gustaba estar con él porque satisfacía mi curiosidad.

No me acuerdo muy bien cuándo se jubiló, pero creo que fue poco más o menos antes de empezar el instituto. Al cabo de unos años, mis padres me dijeron que se estaba muriendo de cáncer, probáblemente debido a los 2 paquetes de ducados que se fumaba al día. Un día fueron a visitarle, y me preguntaron si quería acompañarles. Yo les dije que no. No sé, la estúpida timidez adolescente que, a pesar de estar deseado hacer algo te impide hacerlo. Al poco tiempo murió. No sé que edad tendría, pero supongo que rondaría los 70 años, aunque yo siempre lo recordaré con la ilusión que un niño recuerda a un ser querido.

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