¿Por qué lloramos?

Hace algún tiempo leí en un libro de autoayuda, Más Platón y menos Prozac, una teoría que me llamó la atención. ¿Por qué lloramos cuando muere un ser querido? Así, de pronto, la pregunta parece una perogrullada: lloramos porque hemos perdido a ese ser. Pero si lo analizamos fríamente, la respuesta es mucho más complicada.

Si eres creyente, sea cual sea tu religión, lo lógico es que pienses que al morir tu alma se traslade a otro estado superior, llámese cielo, valhalla, reencarnación, o como quiera que en esa religión se denomine -porque, si crees que ese ser va a ir al infierno o similar, vaya amigos que te echas, y no creo que con esa clase de amigos te apetezca llorar -. Por tanto, deberías sentirte feliz porque tu ser querido vaya a un estado infinitamente mejor que éste.

Si no eres creyente, si eres ateo o agnóstico, posiblemente esperes que no haya nada después de esta vida, y por tanto, tu ser querido se ha ido y punto. Simplemente no está. No goza, pero tampoco sufre. Así que, ¿por qué llorar por él?

La cuestión es que no lloramos por esa persona querida, sino que lloramos por nosotros mismos. Cuando establecemos una relación con una persona, proyectamos en esa persona parte de nuestro ser, le contamos cosas más o menos privadas, nos reflejamos en él. En cierto modo, somos la suma de nuestras relaciones. ¿Quién no ha oido alguna vez la expresión es mi media naranja? Nuestra media naranja ha asumido la mitad de nuestro ser y nosotros hemos asumido la mitad del suyo.

Por eso, cuando muere una persona querida, nos lloramos a nosotros mismos, porque con ella muere algo nuestro, tanto más grande cuanto más íntima era la relación. Ese algo de nuestro ser que antes existía en el ser de otra persona, ahora ha quedado relegado a la memoria, y eso es lo que nos duele.

Comentarios

Entradas populares de este blog

La nostalgia del papel

Sueños y olor a orégano